Cuando alguien triunfa en su trabajo o logra metas importantes, solemos escuchar la expresión: ¡Qué suerte ha tenido! ¿En serio el éxito es consecuencia directa de la suerte? En general, muchos de nosotros hemos soñado alguna vez con desempeñar un trabajo reconocido y bien recompensado, sin embargo, si hubiésemos creído que el resultado final dependía de la aleatoriedad, probablemente no nos hubiésemos implicado tanto persiguiendo ese sueño.
Ojalá el éxito fuera sólo una cuestión de estrategia, planificación, conocimiento y preparación. Sin embargo, en la vida se nos presentan algunas oportunidades que parecen surgir de la casualidad. A veces, confiar en que la aleatoriedad puede llevarnos a obtener resultados positivos o golpes de suerte inesperados: esto es lo que conocemos como serendipia. El filósofo romano Séneca decía: “Suerte es lo que sucede cuando la preparación y la oportunidad se encuentran y fusionan”.
La casualidad es una habilidad que podemos (y debemos) cultivar. Hay que exponerse intencionadamente a situaciones que nos empujen a aprender, a valorar otros enfoques, a mirar con los ojos de quien consideramos diferente, a comprender por qué hay cosas que nos gustan y otras que no nos atraen.
Amplitud de miras
La realidad supera la ficción, afirmaba Oscar Wilde cuando hablaba de la historia. Efectivamente, la realidad de nuestros trabajos, ocupaciones o profesiones son muy diferentes de como las imaginamos en algún momento de nuestras vidas. Y es que, para no echar a perder un buen sueño, solemos infravalorar el peso del contexto, las personas con las que nos relacionamos y, sobre todo, el esfuerzo y sacrificio que conlleva conquistar sueños. Prosperar no es sinónimo de moverse de un punto a otro; es el resultado de un proceso de maduración, de toma de decisiones, de renuncias, de fracasos, de celebraciones, de conexiones personales, de aprendizaje. También decía Wilde que “si no sabes hacia donde se dirige tu barco, ningún viento te será favorable”.
Mantener nuestra mente abierta a nuevas experiencias amplia nuestros límites. Conocer gente nueva, personas ocupadas en proyectos o trabajos desconocidos para nosotros nos aporta otras maneras de observar la realidad. Cada vez que probamos algo nuevo es una excusa para explorar alternativas a lo ya conocido y, por supuesto, enriquecer nuestra personalidad ampliando el potencial que tenemos para conectar las ideas con otro enfoque. Hay quien lo llama suerte; sin embargo, había que estar ahí escuchando y dispuesto a descubrir. No siempre obtenemos un retorno inmediato de todo lo que hacemos. No siempre recibir un “si” es un éxito; a veces, un “no” nos empuja a recapacitar y emprender caminos diferentes. Hemos aprendido a innovar porque somos capaces de empatizar y ponernos en el lugar del otro; de ahí la importancia del altruismo.
Aceptar el cambio
El miedo arruina nuestra capacidad para identificar oportunidades a través de la aceptación de los cambios. Somos tremendamente rápidos y eficaces identificando lo negativo de afrontar un cambio. Magnificamos la sensación de incomodidad e infravaloramos los probables beneficios de emprender un cambio.
No es malo dejarse llevar por la corriente del momento. No es malo hacer las cosas de manera diferente. No es malo cuestionarnos. No es malo hacer por hacer, de vez en cuando. La rutina mata la creatividad y nos hace complacientes.
La suerte está a la vuelta de la esquina. Podemos aumentar nuestras posibilidades de tener un golpe de suerte si comprendemos cómo debemos movernos y apostamos por la vieja receta del trabajo, la empatía, el esfuerzo, el respeto por la diferencia y, sobre todo, abandonamos la complacencia.